domingo, 18 de octubre de 2020

HONRAD A VUESTROS MUERTOS

Es sobre las 6 de la tarde. He memorizado el recorrido del coche de la guardia civil. A esa hora justa, pasa enfrente de mi calle, muy lento, con las luces encendidas, engalanado para recibir la ovación del público. Espero unos minutos a que se apaguen los aplausos. Salgo de casa, ando pegado a la pared como una sombra, todo parece vacío pero el publico juzga en la penumbra. Tras los visillos se agolpan los ojos y se fruncen los ceños. La ciudad está desierta como en un western. Cruzo bajo la vía y al otro lado ya sólo quedan los retales del pueblo, muros coronados por botellas rotas y una majada rodeada de alambres de espino que guardan una vaca escuálida sin nombre ni apellidos. Respiro hondo y miro al cielo. Por aquí ya no pasa la guardia. Las casas descacharradas de los gitanos son una frontera. Ladra un mastín sin mucho entusiasmo. Unas cigüeñas conversan sobre un vertedero. Dejaron su antigua nobleza y ahora trafican con óxido y basura. El campo todavía no escupe su belleza. Mis pensamientos comienzan a amoldarse a la suavidad del paisaje. De repente crepitan y rugen. Paso bajo una torre de alta tensión y extiendo los brazos. Cáncer, ven a mi, digo en voz alta, lléname de poder radioactivo y pústulas en la cabeza, pienso en voz baja. Las tierras están labradas, a los lados la monotonía del surco se pierde en el horizonte. Y contra el horizonte se rebela un silo, el último orgullo de un tiempo importante.

No consigo que las imágenes de mi cabeza dejen de gritar. La naturaleza no acompasa mi interior, que sigue lejos, enterrado en un lago de telarañas. ¿Cómo harían Unamuno y Machado para inscribirse en el paisaje? Andar, ver y contar. Eso hacían. Pero ese no es mi tiempo. Mi tiempo está bajo la torreta de alta tensión, pienso, y aun así, el silencio me impresiona y unos metros después, las voces ya han enmudecido. 

Cuento a pasos una tierra que creo era de mi abuelo. Nos engañaron en la venta, digo en alto. Y persiguiendo las palabras, levanto la mirada. En el fondo del cuadro veo una figura moverse. Avanza poco a poco, a trompicones, encorvado y vacilante. Me detengo. La figura se acerca, estaba tan lejos e iba tan lenta, ¿cómo es posible? Es un hombre gastado y va descalzo, como en los sueños. Camina trabajosamente sobre las tierras rojizas, cabizbajo, con un pijama sucio y el pelo revuelto. 

Oiga!, le digo, y mi voz suena infantil.

 El hombre se para y me mira. O mira por encima de mí, quizás a la torreta, quizás al silo. 

 -Dónde va usted?

-Hoy es Martes, por eso ando hacia allá. Tenía que venir mi hijo y no ha venido. A que hoy es martes? 

No digo nada. Nadie dice nada. El cielo está tan vacío como siempre.

-La culpa la tiene la zorra de mi nuera. Mira qué día hace más bueno y no me  dejan ni salir de la habitación. Así que yo voy a  ver a mi nieto. Porque hoy es Martes y mañana será Lunes y entonces todo habrá acabado.

El anciano se abre el pijama y se toca una cadenita de oro con la mano. Saluda a alguien que está detrás de mi, levanta la vista y mira hacia arriba, hacia la torreta de alta tensión.

Será ese crepitar la voz de los ausentes? 

El hombre sigue su camino campo a través, a trompicones, frágil pero inexorable. Dónde irá? Porque ya sé de donde viene. En línea recta atravesando los sembrados, se llega a una enorme residencia de ancianos. Un edificio granítico y hostil, donde los viejos van para no volver. Dónde irá?, me pregunto. Más allá de la tierra de labranza, en la dirección que ha tomado, hay un pequeño soto. Luego un riachuelo. Pasas eso y está un camino de concentración. Y después, después está la nacional VI, casi de noche, a media luz.

 La nacional VI.

Allá al fondo se oye un chirrido de frenos y un golpe seco.

El campo está quieto. El silo se mantiene firme. Un sol opaco se mueve hacia el horizonte donde buscará el amparo de las montañas. 

Todo ha muerto y la noche es la realidad.