Yo tenía una novia que era de Vinaroz. Castellón de la
Plana. Tierra de lobas.
Ella decía –para chulear- que era Catalana. Pocos la creían.
No había distancia entre ella y la realidad. Tenía un ímpetu suicida en todo lo
que hacía y escupía metralla por la boca cuando se sentía amenazada, que era
siempre.
Continuamente tensaba la línea de la violencia en pareja,
pero yo que soy un caballero, desplazaba mis ganas de hacerle daño hacia
fantasías muy alambicadas donde la asesinaba cada vez de una manera distinta. Cuando llegaba su ataque de histeria con
momento culmen, me metía una mano en el bolsillo para afectar indiferencia
varonil, y dejaba volar mi imaginación. Recuerdo verla caer en un agujero negro
y, mientras se desdibujaba su contorno átomo a átomo, sentir una inmensa
felicidad. En teoría la voz no escapa de un agujero negro, pero abría los ojos
y el monstruo estaba enfrente de mí, dando la matraca, inmisericorde y
tridimensional.
Para que me dejara en paz un día le compré un libro. Gordo,
pestilente, con diagramas, preámbulo e introducción. Una gran historia del
sexo.
Inmediatamente se calmó y comenzó a leerlo, ávida. Era
increíble. Se hacía el silencio en la casa. Bisbiseaba al deletrear cada línea
un poco como las viejas, sentada con la espalda rígida, señal de estar leyendo
algo trascendente.
En el sexo sólo le interesaba
el chunda-chunda. Esa literatura de los 20 minutos que tarda una mujer en
ponerse a tono no iban con ella. Era suficiente una mirada mía y la boca se le
ponía pastosa. España, tierra de conejos. Pues sí.
De repente, con la lectura, descubrió el clítoris. Para
algunas mujeres reino ignoto, para ella, un botón nuclear. Las voces se oían
desde la plaza. Peor fue cuando leyó que los preliminares eran fundamentales.
Vino hacia mí y me dijo: preliminares. Yo le azoté un rato. No, esto no. Volvió
al libro. Tienes que abrazarme y besarme, como si me quisieras (puso una cara
rara). Yo le seguí la corriente y a los dos minutos estuvo a punto de llamar a
la policía porque no se la había metido hasta más allá de orión.
Una tarde cualquiera, un dibujito le hizo recordar un amante
suyo viejuno que la ataba a la cama. Sacó el tema justo después, en el peor
momento, que siempre era el suyo. En el altar, sucia de sexo y con el perlas
blancas en su pelo, tuvo que ponerse a dar el coñazo sobre otro hombre. La eché
a patadas de entre las sábanas. Vio la herida abierta y comenzó a llenarla de
vinagre.
Un día que había sido malo, como de subir escaleras con el
viento en contra, no me dejó ponerle la mano encima. Un hombre está cosido a su
erección y cuando la mujer decide hacer uso de su indiferencia, las paredes se
convierten en jaula.
Fuera hacía sol, pero dentro la tarde se tensaba con el
tiempo combado por el deseo.
Apareció (se le daba bien aparecer) con un pequeño rastro de
ropa encima y cara de puta o de maldad, que no me enseñaron a diferenciar.
Àtame y pégame duro, o es que eres medio maricón, dijo.
La desnudé con toda
la violencia que pude –entre sus risas burlonas- y la até a su cama con las
cintas de un vestido blanco. Le puse el antifaz de dormirse. Era verano y
estaba hermosa por última vez. Esa escena hubiera ganado con un cuchillo debajo
del colchón. Y la sangre y el blanco y el metal y la carne. Un momento de
gloria y media vida en la cárcel. Allí, muchos hombres juntos ganduleando. No
es mal plan. Y sexo del revés, pero con amor. Alguna enfermedad venérea. ¿Todo
eso dónde lo encuentras? Quizás en Benidorm, pero pagando.
Comenzó a canturrear obscenidades sobre lo que el viejo le
hacía. Un viejo sátiro valiente, siempre duro y lleno de baba. Le hacía esas
cosas a mi niña.
Estaba ligeramente molesto.
No me dejó besarla ni tocarla. Gritaba fuera de sí. Quería
un poco de daño. Un corte por el que saliera la infección.
Fui a la cocina y miré todo lo que había. Nada me convenció.
Pensé en bajar por unos limones, no se por qué, como si estuviera preparando un
postre ácido. Salí de la casa en silencio, bajé las escaleras oyendo todavía su
voz húmeda e infantil. Crucé la calle y entré en un bar cualquiera. Pedí algo,
miré la televisión, y un borracho con la camiseta del atleti se puso a mi lado
a darme la murga. Estuve tentado en darle la llave: toma, tienes un regalo
arriba. Haz lo que sepas, campeón. Pero en fin, he sido educado en la fé
cristiana y esas cosas le persiguen a uno toda la vida.
Hablé con el camarero alguna generalidad sobre las mujeres,
y eso suele ser vergonzoso. Me comentó que él tenía orden de alejamiento. Qué
suerte tienes, macho, soltó el del atleti leyéndome los pensamientos. Estábamos entre hombres, gentes de respeto.
Siguió una conversación tristona y sarcástica. Como un zumbido desesperado que
se traviste para poder ser escuchado.
Ya había pasado más de una hora. Una hora en el tiempo del
sexo. Entendí a los hombres que huyen de sus familias y vagan por el mundo
hasta ahogarse en la desembocadura de un río.
Salí a la calle y miré el edificio. Era un acantilado con un
erizo gigante en medio. Casi se me cae encima.
Entré simulando entereza, a lomos de un caballo flaco y lleno de moscas
y así subí las escaleras. Abrí la puerta
que hizo un ruido infernal. Alguien muy adentro se había despertado. Cuando penetré
en la habitación sólo se notaba la
respiración pesada de la mujer. Estaba viva, porque en una hora nadie se muere,
pero el que estaba muerto era yo. Le quité el antifaz y me miró. Todo lo hacía
en silencio, por primera vez en su puta vida. Justo ahora que quería yo que me
insultase, estaba bien callada. Por joder. La mirada era de piedra, lista para la
ejecución.
Le solté las ataduras de una mano y comenzó a maldecirme con
tal ferocidad que sólo salía de esa boca un gruñido cacofónico; debía ser su materia oscura.
Lo demás es de película barata. Mi huida lanzándome contra
las paredes, ella tirándome cosas inverosímiles
y persiguiéndome desnuda escaleras abajo. Por fin, la calle, la libertad, y la
amnistía.
Tardé un rato en dejar de correr. Me quedé en la Gran Vía,
la espalda contra la pared, sólo mirando. Las mujeres pasaban delante de mí
como en una cinta sin fin. Las iba atravesando una a una. Si el deseo del
hombre cosifica a la mujer hasta
convertirla en un juguete atrofiado, todas esas chicas tuvieron meses después,
una crisis de la que saldrían mujeres
nuevas, más dañadas y sinuosas; preparadas para la pasividad y para la guerra.
Todavía ahora, tanto tiempo después, cuando estoy en la
playa jugando con los niños y me llevo una caracola al oído, siento su voz
dentro de mí humillándome, diciéndome procacidades.
Y frente al horizonte limpio del mar, tengo una poderosa
erección.
Muy bueno. Echo de menos más toques de humor. Casi los vas buscando cuando avanzas en el relato.
ResponderEliminarGracias. Intento mantener el equilibrio. Al final cuento una historia en la que mi mejor amigo es un señor con el chándal del atlético de madrid.
Eliminar(...)
ResponderEliminar¡Ay! Están los viejos cuchillos tiritando bajo el polvo.
ResponderEliminarYa era hora, hombre. No pares.
Intentaré uno a la semana. O eso, u oposito.
ResponderEliminarGenial. Estpendamente escrito.
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