sábado, 9 de enero de 2016

EL SILENCIO ES NUESTRA MEJOR VIRTUD


Yo tenía una novia que era de Vinaroz. Castellón de la Plana. Tierra de lobas.

Ella decía –para chulear- que era Catalana. Pocos la creían. No había distancia entre ella y la realidad. Tenía un ímpetu suicida en todo lo que hacía y escupía metralla por la boca cuando se sentía amenazada, que era siempre.

Continuamente tensaba la línea de la violencia en pareja, pero yo que soy un caballero, desplazaba mis ganas de hacerle daño hacia fantasías muy alambicadas donde la asesinaba cada vez de una manera distinta.  Cuando llegaba su ataque de histeria con momento culmen, me metía una mano en el bolsillo para afectar indiferencia varonil, y dejaba volar mi imaginación. Recuerdo verla caer en un agujero negro y, mientras se desdibujaba su contorno átomo a átomo, sentir una inmensa felicidad. En teoría la voz no escapa de un agujero negro, pero abría los ojos y el monstruo estaba enfrente de mí, dando la matraca, inmisericorde y tridimensional.

Para que me dejara en paz un día le compré un libro. Gordo, pestilente, con diagramas, preámbulo e introducción. Una gran historia del sexo.

Inmediatamente se calmó y comenzó a leerlo, ávida. Era increíble. Se hacía el silencio en la casa. Bisbiseaba al deletrear cada línea un poco como las viejas, sentada con la espalda rígida, señal de estar leyendo algo trascendente.

 En el sexo sólo le interesaba el chunda-chunda. Esa literatura de los 20 minutos que tarda una mujer en ponerse a tono no iban con ella. Era suficiente una mirada mía y la boca se le ponía pastosa. España, tierra de conejos. Pues sí.

De repente, con la lectura, descubrió el clítoris. Para algunas mujeres reino ignoto, para ella, un botón nuclear. Las voces se oían desde la plaza. Peor fue cuando leyó que los preliminares eran fundamentales. Vino hacia mí y me dijo: preliminares. Yo le azoté un rato. No, esto no. Volvió al libro. Tienes que abrazarme y besarme, como si me quisieras (puso una cara rara). Yo le seguí la corriente y a los dos minutos estuvo a punto de llamar a la policía porque no se la había metido hasta más allá de orión.

Una tarde cualquiera, un dibujito le hizo recordar un amante suyo viejuno que la ataba a la cama. Sacó el tema justo después, en el peor momento, que siempre era el suyo. En el altar, sucia de sexo y con el perlas blancas en su pelo, tuvo que ponerse a dar el coñazo sobre otro hombre. La eché a patadas de entre las sábanas. Vio la herida abierta y comenzó a llenarla de vinagre.

Un día que había sido malo, como de subir escaleras con el viento en contra, no me dejó ponerle la mano encima. Un hombre está cosido a su erección y cuando la mujer decide hacer uso de su indiferencia, las paredes se convierten en jaula.

Fuera hacía sol, pero dentro la tarde se tensaba con el tiempo combado por el deseo.

Apareció (se le daba bien aparecer) con un pequeño rastro de ropa encima y cara de puta o de maldad, que no me enseñaron a diferenciar.

Àtame y pégame duro, o es que eres medio maricón, dijo.

La desnudé  con toda la violencia que pude –entre sus risas burlonas- y la até a su cama con las cintas de un vestido blanco. Le puse el antifaz de dormirse. Era verano y estaba hermosa por última vez. Esa escena hubiera ganado con un cuchillo debajo del colchón. Y la sangre y el blanco y el metal y la carne. Un momento de gloria y media vida en la cárcel. Allí, muchos hombres juntos ganduleando. No es mal plan. Y sexo del revés, pero con amor. Alguna enfermedad venérea. ¿Todo eso dónde lo encuentras? Quizás en Benidorm, pero pagando.

Comenzó a canturrear obscenidades sobre lo que el viejo le hacía. Un viejo sátiro valiente, siempre duro y lleno de baba. Le hacía esas cosas a mi niña.

Estaba ligeramente molesto.

No me dejó besarla ni tocarla. Gritaba fuera de sí. Quería un poco de daño. Un corte por el que saliera la infección.

Fui a la cocina y miré todo lo que había. Nada me convenció. Pensé en bajar por unos limones, no se por qué, como si estuviera preparando un postre ácido. Salí de la casa en silencio, bajé las escaleras oyendo todavía su voz húmeda e infantil. Crucé la calle y entré en un bar cualquiera. Pedí algo, miré la televisión, y un borracho con la camiseta del atleti se puso a mi lado a darme la murga. Estuve tentado en darle la llave: toma, tienes un regalo arriba. Haz lo que sepas, campeón. Pero en fin, he sido educado en la fé cristiana y esas cosas le persiguen a uno toda la vida.

Hablé con el camarero alguna generalidad sobre las mujeres, y eso suele ser vergonzoso. Me comentó que él tenía orden de alejamiento. Qué suerte tienes, macho, soltó el del atleti leyéndome los pensamientos.  Estábamos entre hombres, gentes de respeto. Siguió una conversación tristona y sarcástica. Como un zumbido desesperado que se traviste para poder ser escuchado.

Ya había pasado más de una hora. Una hora en el tiempo del sexo. Entendí a los hombres que huyen de sus familias y vagan por el mundo hasta ahogarse en la desembocadura de un río.

Salí a la calle y miré el edificio. Era un acantilado con un erizo gigante en medio. Casi se me cae encima.  Entré simulando entereza, a lomos de un caballo flaco y lleno de moscas y así subí las escaleras.  Abrí la puerta que hizo un ruido infernal. Alguien muy adentro se había despertado. Cuando penetré  en la habitación sólo se notaba la respiración pesada de la mujer. Estaba viva, porque en una hora nadie se muere, pero el que estaba muerto era yo. Le quité el antifaz y me miró. Todo lo hacía en silencio, por primera vez en su puta vida. Justo ahora que quería yo que me insultase, estaba bien callada. Por joder. La mirada era de piedra, lista para la ejecución.
Le solté las ataduras de una mano y comenzó a maldecirme con tal ferocidad que sólo salía de esa boca un gruñido  cacofónico;  debía ser su materia oscura.

Lo demás es de película barata. Mi huida lanzándome contra las paredes, ella tirándome cosas inverosímiles  y persiguiéndome desnuda escaleras abajo.  Por fin, la calle, la libertad, y la amnistía.

Tardé un rato en dejar de correr. Me quedé en la Gran Vía, la espalda contra la pared, sólo mirando. Las mujeres pasaban delante de mí como en una cinta sin fin. Las iba atravesando una a una. Si el deseo del hombre  cosifica a la mujer hasta convertirla en un juguete atrofiado, todas esas chicas tuvieron meses después, una crisis de la que  saldrían mujeres nuevas, más dañadas y sinuosas; preparadas para la pasividad y para la guerra.

Todavía ahora, tanto tiempo después, cuando estoy en la playa jugando con los niños y me llevo una caracola al oído, siento su voz dentro de mí humillándome, diciéndome procacidades.

Y frente al horizonte limpio del mar, tengo una poderosa erección.


6 comentarios:

  1. Muy bueno. Echo de menos más toques de humor. Casi los vas buscando cuando avanzas en el relato.

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    1. Gracias. Intento mantener el equilibrio. Al final cuento una historia en la que mi mejor amigo es un señor con el chándal del atlético de madrid.

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  2. ¡Ay! Están los viejos cuchillos tiritando bajo el polvo.

    Ya era hora, hombre. No pares.

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  3. Intentaré uno a la semana. O eso, u oposito.

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